jueves, 24 de julio de 2008

Un milagro de resistencia


Antonio Weinrichter
ABCD las artes. Madrid, 12 de julio de 2008, nº 858

El ciclo Paisajes del cine francés contemporáneo, organizado por Cahiers du cinéma España para el festival La Mar de Músicas, de Cartagena, ofrece una buena ocasión para revisar nuestras relaciones con el cine del país vecino. Lo que está en juego es nuestra cinefilia, o una forma de ella, pues no sólo existe la que venera a los maestros del cine clásico de Hollywood: me estoy refiriendo a la igualmente legítima cinefilia de la modernidad, encarnada de forma ejemplar en los escritos del llorado crítico Serge Daney y que ha tenido su más firme baluarte precisamente en «una cierta tendencia» del cine de autor francés, por parafrasear el título de un famoso artículo de Truffaut. Dicha tendencia ha demostrado tener, por cierto, una longevidad envidiable: piénsese que, del repóker de ases fundacional de la nouvelle vague, sólo nos falta el propio Truffaut, los otros cuatro siguen bien activos.

Club de veteranos.
Godard (aun relocalizado en Suiza) ha vuelto loca a la academia con las implicaciones poéticas y ensayísticas de sus Histoire(s) du cinéma. Chabrol continúa siendo un maestro del thriller perverso trazado con tiralíneas. Y Rohmer y Rivette muestran, aun en sus últimas incursiones de época, el mismo pulso contemporáneo y moderno de sus respectivas escrituras.Y eso sólo por lo que se refiere a los cahieristas devenidos cineastas, porque desde la orilla de enfrente aún nos regalan obras relevantes otros veteranos como Agnès Varda, Bertrand Tavernier, el gran Alain Resnais y Chris Marker, aun reconvertido en artista multimedia, y hasta Jean-Marie Straub, que ha sobrevivido a la muerte de su cómplice Danièle Huillet. Una nómina bastante impresionante de viejos no jubilados y no reconciliados con la posmodernidad: piénsese en lo que queda de los nuevos cines alemán, inglés o del español mismo y se verá más clara la evidencia del caso francés, un milagro de resistencia. Y no sólo por lo que se refiere a la duración de sus carreras -todos los mencionados las comenzaron hace más de medio siglo- sino porque seguir haciendo cine de autor puro y duro cuando la idea de la modernidad ya no cotiza en la bolsa del mercado cinematográfico adquiere el valor de un gesto resistente digno de Astérix. Hace un tercio de siglo que un personaje de Arthur Penn dijo aquella frase despectiva de que ver una película francesa era como ver crecer la hierba, pero cualquiera de estos galos ha tenido mejor carrera en su vejez que el cineasta americano.

Una sombra ominosa.
El problema que se plantea con este aguerrido club de veteranos de Buena Vista no es si el modelo que representa ha agotado lo que tenía que decir (parece que no, aunque quizá no resulte tan relevante como antaño), sino el de la sucesión. Todo cineasta francés surgido desde hace cincuenta años ha tenido que hacer carrera a su sombra. Hubo quienes supieron prolongar su legado, como el prematuramente desaparecido Jean Eustache (su La maman et la putain se vio como una especie de epílogo negro de la nueva ola), el ferozmente poético Leos Carax, el todavía activo Philippe Garrel, quien hace poco firmaba con Les amants reguliers una celebrada revisitación de la década gloriosa del mayo francés, o el menos estimulante Jacques Doillon; y hay quien ha seguido el proceso de sus mayores cahieristas como Olivier Assayas, si bien títulos como Demonlover se apartan de la línea canónica para reflejar las convulsiones de esta era audiovisual.

Recibimiento hostil.
Y es que algo ha cambiado también en el cine francés; su tradición autoral se empezó a ver desafiada por la llegada en los años 80 de una serie de cineastas que no querían saber nada del cine de escritura: Beineix (que dirige en 1981 Diva, el primer film posmoderno francés), Besson (El quinto elemento), Annaud (El nombre de la rosa) y así hasta la Amélie de Jeunet. No busquen estudios de sus carreras en las revistas de referencia: fueron recibidos con hostilidad pese a haber contribuido a mantener la envidiable cuota de pantalla doméstica del cine francés, junto a esas comedias que antes nos llegaban con regularidad y que tampoco cuentan mucho para la tradición crítica. No es cosa de defender visitantes del medioevo, solteros con biberón o cenas de idiotas, pero a uno le gustaría ver más comedias inteligentes como las que firma Agnès Jaoui (Para todos los gustos) o como las que le salían antes a Patrice Leconte (El marido de la peluquera). Pero, aun a la sombra ominosa de la nouvelle vague, la nómina de directores no cesa de renovarse en Francia, si bien la diferencia es que, como ocurre con el mismo cine comercial, sus obras nos llegan de forma muy errática.

¿Chauvinismo?
Es difícil seguirles la pista a directores establecidos y de larga carrera como André Techiné (que tuvo una etapa fascinante hace unos años, a partir de Los juncos salvajes), Alain Corneau o Jean-Claude Brisseau; o a descubrimientos fulgurantes como fueron en su momento Pascale Ferran (Pequeños arreglos con los muertos), Laurent Cantet (El empleo del tiempo) o, el más reciente, Nicolas Klotz (La question humaine). Otros cineastas como Claire Denis, Bruno Dumont o Arnaud Desplechin no han pasado aún a las salas de cine desde el circuito de prestigio de los festivales, pese a los elogios que reciben. Claro que puede parecer un caso de chauvinismo, como se dice siempre por aquí en torno a la selección francesa de Cannes; pero el ciclo propuesto por los cahieristas hispanos, donde conviven los viejos y los novísimos, puede servir para hacerse una idea cabal del estado de salud de la tradición francesa de autor.

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