sábado, 14 de febrero de 2009

El baile del horror. Entrevista a Ari Folman, director de "Vals con Bashir"

EL PAÍS
14 de febrero de 2009
Juan Miguel Muñoz

El israelí Ari Folman fue uno de los invasores de Líbano en 1982. Ahora triunfa en todo el mundo con su historia animada Vals con Bashir, un relato sobrecogedor sobre la guerra y la matanza de palestinos en Chabra y Chatila que derrocha antibelicismo. El filme es uno de los grandes favoritos al Oscar a la mejor película de habla no inglesa.

La fotografía en blanco y negro domina una pared del luminoso apartamento de Ari Folman en Jaffa, la antigua ciudad palestina engullida en el casco urbano de Tel Aviv. El boxeador Cassius Clay, Mohamed Alí, tras su conversión a la fe musulmana, retratado en su plenitud. A juicio del director de Vals con Bashir, "el mejor deportista de la historia". Y no por aquel juego de pies, aquella danza que enloquecía a sus rivales, sino por su valentía a la hora de defender unos principios. "Pagó por su ideología. Fue despojado del título de los pesos pesados por negarse a luchar en Vietnam. Es el primer rapero". ¿Y Michael Jordan? "No es humano. Demasiado perfecto, y políticamente correcto", explica Folman. El cineasta es autor de la película de animación sobre la guerra de Líbano de 1982 y la matanza de palestinos en Chabra y Chatila. Unos acontecimientos narrados desde la perspectiva del director -a su vez protagonista- y de sus compañeros de unidad que dejaron graves secuelas en la sociedad israelí, y cuya huella perdura porque el vals de la guerra nunca cesa en Oriente Próximo. El creador forma parte del puñado de israelíes comprometidos con causas sumamente impopulares en su país. Se considera de "extrema izquierda". No en la acepción que el término atesora en Europa. En Israel, la etiqueta alude a las posiciones políticas más tolerantes respecto al conflicto con los palestinos y los países árabes. Muchos son apestados. Folman tiene la fortuna de no serlo. Y, en todo caso, no parece preocuparle.

El artista traslada al espectador al Beirut más real, a sus edificios marcados por la metralla, a sus calles decrépitas, a su Corniche... La animación es de un realismo total. Los paisajes del sur de Líbano, los personajes -algunos de ellos renombrados políticos- son inconfundibles en una obra que derrocha antibelicismo. Pero ¿por qué el formato de la animación? "La guerra", comenta Folman, "es la cosa más surrealista de la Tierra. La película es un mensaje contra la guerra, y quería contar una historia personal. No hay ningún glamour en la guerra. La única forma de hacer esta película era mediante la animación porque trata de la memoria perdida, de los sueños y del subconsciente. La libertad artística es lo más importante para mí, y la animación me otorga esa libertad". ¿Y por qué la idea del vals? "La metáfora del baile es que Israel estuvo danzando con los falangistas cristianos libaneses, y mira cómo acabamos. Te proporciona la atmósfera de que el tiempo no tiene fin. En términos cinematográficos el baile permanece para siempre, ya dure un segundo o diez minutos".

La escena del soldado israelí que dispara enardecido en cualquier dirección, girando sobre sus pies, en medio de un intercambio de fuego, en una avenida adornada con carteles del líder de las Falanges cristianas, Bashir Gemayel, es el compendio del filme. Es el vals de Israel con Bashir, aliados en la batalla contra los palestinos. Esos carteles, ya ajados y de más reducido tamaño, todavía se observan en Ashrafiyeh, el barrio maronita de Beirut por excelencia, que sufrió -como toda la capital libanesa, como todo el país- aquel baile sangriento que arrancó con una promesa del ministro de Defensa, Ariel Sharon, a su primer ministro, Menájem Beguin: la campaña se prolongaría sólo 40 días. Los soldados permanecieron 18 años. Sharon engañó hasta a su jefe, y lanzó sus tropas hasta conquistar Beirut. Sólo en mayo de 2000 abandonaron el país árabe.

Los 26 perros contra los que disparaba un compañero de armas del protagonista de la cinta -el propio Folman- parecen perseguir al autor desde aquella invasión de Líbano, desatada en junio de 1982. Rechazaba ese uniformado apretar el gatillo contra los lugareños libaneses y sus casas, y se encargaba de abatir a los canes, porque sus ladridos advertían a los milicianos palestinos de la inminencia de un ataque de las tropas israelíes contra esos pueblos de viviendas dispersas sobre las colinas redondas del sur libanés. Pero no ha tratado Folman con su obra de superar trauma alguno. "Quise conectarme con el joven que fui porque ese joven es parte de mí", asegura.

¿Por qué 26 años después? "No quise tratar con mi pasado hasta hace cinco años, y a muchos amigos les sucede lo mismo. Pero una combinación de circunstancias que me ocurrieron en la vida me condujeron a hacer la película. Hace cinco años quise librarme de acudir a la reserva y el Ejército me eximió del servicio. Pero puso una condición: debía acudir al psicólogo para contar todo lo que hice en el Ejército. Quizás hacían un experimento conmigo, pero me conmocionó porque nunca había contado mi historia". El director, nacido en Haifa en 1962, elude criticar a quienes no llevan a cabo ese ejercicio de introspección. "A muchos soldados les brota el recuerdo de lo que hicieron en filas 5 o 10 años después. Nunca sabes cuándo aflorará. Cada cual puede hacer lo que quiera. Es una cuestión personal", afirma Folman, que sueña con regresar, tal vez para seguir investigando en su conciencia. "Quiero volver a Líbano, pero no puedo". Ni Israel ni Líbano autorizan a sus ciudadanos a visitar el Estado aún enemigo.

Las bengalas lanzadas por soldados israelíes iluminaban el cielo de los campos de refugiados de Chabra y Chatila, arrabales inmundos de Beirut, para facilitar la carnicería perpetrada por los cristianos libaneses. Folman era uno de los uniformados que luchaba en la campaña militar libanesa, ignorante de que en aquellos instantes, en septiembre de 1982, los falangistas perpetraban una brutal matanza de mujeres, niños y ancianos en venganza por el atentado con explosivos que acabó con la vida del líder de las milicias cristianas: el carismático Gemayel. Los hombres armados de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) ya habían escapado de Beirut. "Por supuesto que el Ejército israelí participó indirectamente. Los soldados no sabíamos lo que sucedía en Chabra y Chatila en aquel momento. Bastante teníamos con cuidar de nosotros y de nuestros muertos", dice el director.

Cuelgan pendientes de sus orejas, lía cigarrillos, contesta siempre con respuestas concisas e intercala comentarios sobre fútbol. Es seguidor del Liverpool y admirador del Athletic de Bilbao: "Me gusta su temperamento y que no cuente con jugadores extranjeros". Podría ganar Folman premios en un concurso sobre este deporte. Aunque más en su campo. Ya ha cosechado con Vals con Bashir galardones tan relevantes como el Globo de Oro y compite ahora para lograr el Oscar de Hollywood como mejor película de habla no inglesa. Si gana la estatuilla dorada, en Israel le aguardará una alfombra roja a la que no parece muy adicto.

"Me conmovió cómo el Gobierno israelí y el establishment apoyaron la película. Entiendo que pretenden demostrar que este país es plural, y de paso que el Ejército no ejecutó la masacre. Cuando presenté la película en el Festival de Cannes, mucha gente no sabía que los israelíes no dispararon directamente contra los palestinos en Chabra y Chatila", precisa el artista antes de añadir: "El Gobierno me ha enviado a promocionar la película por todo el mundo. No todo es malo. Esta sociedad es mucho más abierta y libre que las de los países vecinos". No hay duda al respecto. El mimo que le dispensa no es impedimento para que lance críticas feroces contra los gobiernos israelíes y su intransigencia a la hora de negociar.

"Si hubiéramos elegido hace tiempo a un socio entre los suníes de Líbano", enfatiza Folman, "podríamos haber hecho la paz. Es con los religiosos con quienes podemos conseguirlo. Pero Israel siempre escoge a los socios equivocados. En Líbano, elegimos a los cristianos y ya ves lo que sucedió. También optamos por la Organización para la Liberación de Palestina. Otro error. Había grupos musulmanes con los que negociar. Hoy tenemos a Hamás. Soy partidario de dialogar con ellos. Éste es un conflicto sobre un estúpido trozo de tierra. Pero nunca hemos hablado con ellos. Jamás les hemos dado una oportunidad".

Con ancestros en una familia polaca originaria de Lodz, supervivientes del Holocausto, el director recapacita cuando se dispone a contestar a la pregunta: ¿conocen los israelíes su historia? "Mucha gente la ignora. O dicen que lo que le han explicado es la historia, que las fronteras cambiaron... Otros muchos sí que la conocen, pero eso no cambia su mentalidad". Probablemente en este segmento de la audiencia se encuadran los espectadores que abandonaron la sala al poco tiempo de comenzar la proyección, poco después de su estreno en Jerusalén. "Creo que Israel debe aprender del Holocausto, pero no obsesionarse. Debe aprender del pasado. Los judíos no hemos sido cazados desde entonces nunca más. Los nazis son historia. No hay amenazas como aquélla. Es cierto que ahora hay amenazas diferentes, pero Israel es ahora un país fuerte, con gran apoyo internacional. Es verdad que el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, está loco. Pero son una minoría a la que no debemos dejarle el escenario. Estoy seguro de que la gente desea una vida normal, también en Gaza".

En opinión de Folman, los gobernantes hebreos tampoco atinan en la diana. "El problema de Israel es que invierte el dinero en tanques y en colonias (en territorio ocupado). Yo creo que se puede alcanzar un acuerdo con los palestinos, es sólo cuestión de liderazgo. Sin embargo, ahora no veo a ningún dirigente israelí capaz de hacerlo. A la gente que mamó su ideología en casa es a la que más le cuesta cambiar. Y eso es lo que le ocurre a Tzipi Livni. La gente educada en la ideología es un desastre". No alberga Folman demasiadas razones para la esperanza. La ministra de Exteriores es hija de un alto oficial del Irgún, el movimiento clandestino hasta la fundación del Estado y a cuyo líder, Beguin, tildaron de "fascista" sus rivales laboristas muchos años después. Benjamín Netanyahu también es hijo de un historiador fiel a las tesis más derechistas, y el candidato del Laborismo, Ehud Barak, es el militar más laureado de la historia de Israel. "Es terrible que los ex militares rijan el país. No saben lo que es la democracia. Sólo saben dar órdenes".

Al concluir la cinta, imágenes reales de la masacre de unos 1.700 inocentes palestinos son el punto final al relato animado. No vaya a ser que alguien piense que todo es fruto de la imaginación del artista. "Las guerras son estúpidas. No sirven para nada. Creo que todo lo que se haga para evitarlas es bueno. Quiero que mis líderes hagan todo lo posible por impedirlas, pero no lo hacen. Para ellos, la pérdida de vidas es parte de la vida", comenta el cineasta. "No hemos aprendido nada", prosigue. "Tenemos unos líderes inútiles. Mira la segunda guerra de Líbano, en 2006. Es un déjà vu". En aquellos días de julio de 2006, Folman se fugó. "Me escapé a una isla griega con mi esposa y mis tres hijos. Sólo regresé cuando había terminado". Nunca hay punto final. En Cisjordania, y sobre todo en Gaza, el macabro vals continúa. -

Vals con Bashir, de Ari Folman, se estrena en España el próximo viernes, día 20. El filme ha conseguido el Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa, categoría para la que también opta a los Oscar, cuya ceremonia se celebra el día 22. Canal + estrena la película en junio.

Mirar y escuchar: el cine de James Benning


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El Lago Michigan, el Gran Lago Salado, el Lago Hiamna, el Lago Okeechobee, el Lago Pontchartrain, el Lago Rojo, el Lago Champlain, el Mar Salton, el Lago Powell, el Lago Winnebego, el Lago Flathead, el Lago Goose y el Lago Moosehead. Trece planos estáticos de diez minutos cada uno con la línea de horizonte dividiendo la pantalla en dos partes exactas, mitad agua, mitad cielo. No hay relato, no hay presencia humana directa, tan sólo un barco aquí o un tren allá; el único protagonista de la película es el paisaje. La que nos hace James Benning en 13 Lakes es una propuesta esencialmente contemplativa, sí, pero no basta con tener los ojos abiertos: hay que mirar y escuchar para comprender.

En la filmografía del cineasta de Wisconsin hay muchas piezas que responden a una estructura extremadamente cerebral, definida por reglas muy estrictas. Con Los quiso ofrecernos su particular visión de la ciudad de Los Angeles mediante 35 planos de dos minutos y medio. Para Utopia tomó prestado sin permiso todo el soundtrack de un documental de Richard Dindo sobre el Che Guevara y lo montó con imágenes desérticas de México y el sur de los Estados Unidos. En 1977 rodó en su Milwaukee natal One Way Boogie Woogie, un film de sesenta minutos armado a base de planos fijos de escenarios urbanos y industriales; chimeneas, coches, edificios y aceras asomaban en una película que pretendía reflejar el decaimiento de un territorio. Veintisiete años después, el director volvió a los mismos lugares y repitió la experiencia en un ejercicio fascinante de observación del paso del tiempo y las transformaciones que trae consigo. En Ten Skies se valió nuevamente de planos fijos de diez minutos para mostrarnos el cielo que observa desde su hogar en la pequeña villa de Val Verde, en California. Diez cielos afectados por las condiciones atmosféricas y ambientales de las tierras que se extienden por debajo de ellos; diez secuencias que nos regalan una inspiradora reflexión sobre nuestra relación con la naturaleza.

James Benning combina una intensa voluntad de analizar el valor de la imagen y la narrativa fílmica, con elementos mucho más íntimos y personales relacionados con su propia experiencia biográfica (de ahí el retrato incansable de los escenarios que ha conocido a lo largo de su vida) y con su concepción estética, incluso poética, del paisaje y de su contemplación, entendida como un ejercicio intelectual y emotivo. En sus películas nos obliga a mirar y a escuchar, consciente de que cualquier escena puede ser apasionante si le dedicamos la suficiente atención. Pero mirar y escuchar no es un entretenimiento intrascendente y banal. Para Benning mirar y escuchar es un acto político, pues la forma en que percibimos el mundo refleja inevitablemente nuestros prejuicios como individuos.

Cineasta radical, independiente y vanguardista, James Benning vive completamente apartado del sistema comercial y no parece tener tampoco mucho interés en dar a conocer masivamente sus trabajos, que ni siquiera han sido editados en DVD, y pese a ello hoy por hoy es una figura venerada en todo el planeta, objeto de atención de los festivales abiertos a las producciones menos ortodoxas (BAFICI, FICCO). El Museo del Cine de Austria acaba de dedicarle una completísima retrospectiva que incluyó también sus trabajos de los 70, piezas de dos o tres minutos en muchos casos que apenas han conocido difusión. En el ciclo se proyectaron sus dos nuevas películas, Casting a glance, que rinde tributo al Spiral Jetty del artista Robert Smithson, y RR, que recorre Estados Unidos entre caminos de hierro y trenes que pasan.

En España la veda la abrió en 2006 el Zinebi y el Museo Guggenheim de Bilbao, pero en cualquier caso sigue siendo un director extremadamente poco conocido, cuyas películas (y sólo unas pocas) circulan de mano en mano transmitiendo asombro pero también la insatisfacción de no poder acercarse a ellas en las condiciones que serían deseables. Dejamos para otro momento el absurdo debate sobre cuál es el lugar apropiado para la exhibición de un cine tan atrevido y experimental como el de James Benning, si los museos de arte contemporáneo o las filmotecas, porque el verdadero problema es que ni unos ni otras suelen arriesgarse a programar esta clase de obras.

jueves, 12 de febrero de 2009

La clase


EL PAÍS-País Vasco
11 de febrero de 2009
Belén Altuna


Todos no somos profesores, pero desde luego somos o hemos sido alumnos. Todos hemos participado en las diversas ceremonias de la enseñanza y el aprendizaje, aunque es probable que no hayamos meditado mucho sobre sus misteriosos mecanismos. Ahora el (buen) cine nos proporciona una oportunidad de observar, a través de una mirilla privilegiada, el desarrollo de una clase con una veintena de alumnos de catorce o quince años, a lo largo de un curso académico. Estoy hablando de La clase y, desde luego, les recomiendo que vayan a verla antes de que desaparezca de los cines. No me cabe duda de que interesará a los profesores, a los padres de adolescentes y a cualquiera que tenga una mínima inquietud humanista.

La película, dirigida por Laurent Cantet, está protagonizada por François Bégaudeau, autor del libro que da origen al guión y que se interpreta nada menos que a sí mismo: un joven profesor de lengua francesa en un instituto multirracial, microcosmos de la Francia actual, aunque con pequeñas variaciones retrataría igualmente cualquier otro instituto contemporáneo (público, al menos) del ámbito occidental. Sin salir apenas de entre los muros de las aulas, el espectador asistirá a una especie de partido de tenis dialéctico. A la izquierda de la pantalla, un profesor que intenta desarrollar lo mejor posible su labor educadora; a la derecha, unos alumnos que exploran otras vías de escape y diversión. Un pulso permanente que no tiene un claro ganador.

Otro profesor de instituto (esta vez de Madrid), José Sánchez Tortosa, escribió recientemente un estupendo libro (El profesor en la trinchera. La Esfera de los Libros), donde relata ese mismo ambiente, protagonizado por la tiranía de los alumnos (y en muchos casos, por los padres que los apoyan) y las frustraciones de los profesores. La cuestión no es sólo que éstos hayan perdido parte de la autoridad de la que gozaban anteriormente, sino que, en muchos casos, la hayan perdido completamente. Como modelos de conducta para los jóvenes de hoy, en comparación con las estrellas de la tele, la música o el deporte, los profesores "deben de estar en el último lugar, sólo superados, tal vez, por los curas y los árbitros de fútbol", afirma el autor. El profesor se ha convertido en tan humano y tan cercano que sus supuestos defectos a menudo suelen ser aireados alegremente en el aula. A veces resulta invisible (cuando entra en el aula nadie le hace caso, como si no existiera), a veces un bufón, a veces un enemigo, a veces un "fascista".

Esa autoridad que ya no se da por supuesta, ha de ganársela. La clase expone entre otras cosas esa nueva situación, impensable unas décadas atrás. Propone igualmente un tipo de profesor que algunos considerarán, tal vez, demasiado dialogante. Su tarea, como reza el viejo dicho, sin embargo, nos incumbe a todos: "Para educar a un solo niño se necesita a toda la tribu".

domingo, 1 de febrero de 2009

Entre muros


EL PAÍS-Catalunya
22 de enero de 2009
Joan Subirats

Uno de los elementos tradicionales de debate cuando se habla del mundo de la enseñanza es que todos los grandes proyectos de reforma o de cambio han de pasar por esa gran prueba de fuego que es el interior de la clase. De alguna manera se asimila lo que ocurre entre los muros de una clase a la privacidad de un hogar. El film de Laurent Cantet La clase, Palma de Oro del Festival de Cannes, nos permite entrar en ese mundo especial de relación personal y formativa que constituye un curso de Lengua Francesa en un instituto de secundaria de un barrio periférico de París, a lo largo de los meses que dura un curso, de septiembre a junio. La repetición cotidiana de esos 55 minutos en que transcurre la clase nos permite asistir a la tensión, la alegría, la violencia, las ilusiones y decepciones de un conjunto muy diverso y heterogéneo de adolescentes. Al mismo tiempo asistimos a cómo gestionan y viven esa cadena de acontecimientos y sensaciones un grupo también diverso y heterogéneo de profesores, que tratan de discernir el grado de rigidez y flexibilidad con el que han de aplicar a diario reglas, rutinas y procesos, mientras expresan emociones, rabia, impotencia o simple profesionalidad. Como ocurría con el filme Etre et avoir, el seudodocumental encarnado por el profesor López en una aula unitaria perdida en el Macizo Central francés, se nos invita a observar el ritmo especial del rito formativo. Con menos naftalina pedagógica que en el filme citado, el profesor Marin, alias del protagonista, François Begaudeau (profesor y autor del libro en el que se basa el filme, libro disponible ya en catalán y castellano), nos muestra un peculiar estilo formativo, más centrado en el diálogo y en el tratar de que el aprendizaje de la lengua se base en las experiencias vitales de los alumnos, que en los protocolos más frecuentes. No hay heroicidad ni paternalismo en la labor que nos muestra el profesor. Se dan errores y fracasos, tensiones y desencuentros, pero también pequeñas victorias y significativos avances.

La cámara no es complaciente. Nos invita a ver la clase como un espacio de pugna, de constante fricción, mejor o peor canalizada. Los alumnos expresan su rechazo a lo que entienden como simples ejercicios jerárquicos o poco comprensibles, piden constantes explicaciones o simplemente dejan pasar el tiempo, buscando pequeñas alternativas a su encierro. La tan cacareada diversidad (étnica, cultural, familiar, de vestimenta o de momento vital) explota ante nuestros ojos y exige constantes esfuerzos de comprensión, reconocimiento y gestión por parte del profesor. El trabajo de los jóvenes es extraordinariamente real, fluido, sentido, mostrando la gran labor de aprendizaje que el equipo ha realizado con los voluntarios, alumnos reales de un instituto, a lo largo de muchos meses. Me ha recordado el también extraordinario filme de Kechice L'esquive, por su capacidad de dejarnos ver cómo trascurre el tiempo, concediendo espacio a las cosas que lo merecen, como ocurre, por ejemplo, en el caso del comité de disciplina que debe decidir la expulsión de un alumno, ante una madre que no entiende nada y a quien nadie traduce nada. Parece un documental, pero estamos ante una ficción que busca documentar.

¿Qué conclusiones sacar de ese mirada indiscreta al sanctasanctórum de la experiencia educativa? El filme no pretende realizar un análisis crítico o un balance sobre la situación de la enseñanza en Francia. Se limita a mostrarnos el tipo de cosas que ocurren en esos sitios especiales llamados institutos, en los que los nuevos adolescentes se enfrentan a un sistema que no los entiende o no los reconoce. Hay más adolescentes que antes en unos institutos a los que antes muchos ni llegaban. Esos adolescentes no encajan bien en una concepción educativa que los ha definido como "lugares sin saber", una concepción que sigue pensando que detrás tienen una familia que cumple con su parte del contrato educativo tradicional, y que entiende a la escuela como el lugar (como dice Narodowsky) en el que se dosifican saberes y haceres, gradualidades y normalidades. La posición de alumno se basa en su condición de infante, de menor, sea cual sea su edad. El filme nos muestra a un profesor que vive en tensión la necesidad de cumplir la misión que se le ha encomendado y al mismo tiempo la emergencia de saberes y habilidades propias de los alumnos (expresión vía imagen o nuevos formatos musicales) que no encajan en aquello previsto. El instituto está lleno de reglas cuyo cumplimiento varía en función de quién las aplica y de la coyuntura. Constantemente vemos en el filme desviaciones, convenciones, transgresiones, normalidades, que van y vienen, como los alumnos expulsados y reingresados de un centro a otro.

Desde mi punto de vista, el gran acierto del filme es no darnos recetas, sino sugerirnos que tenemos enfrente el gran reto de convertir esos lugares de reglas en espacios donde la subjetividad de los alumnos pueda expresarse. Muros que acojan modos de ser profesor y alumno, que consigan recoger formas más amplias y distintas de las actuales de hablar, de pensar, de moverse, de emocionarse, de oponerse, de transformarse, de saber. La última imagen de la película es el aula vacía, a final de curso, con las sillas desordenadas y los pupitres en ese orden que obliga a la jerarquía y a la tensión. Una clase vacía como vacía se siente la alumna que, unos planos antes, aborda al profesor y le manifiesta su desesperanza ante su total falta de aprendizaje y su voluntad de no ser excluida. Por mucho que cambiemos las leyes y los planes de estudio, si no cambiamos la clase, si no abrimos ventanas en los muros, pocos avances lograremos.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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