miércoles, 14 de noviembre de 2007

Crítica: La bailarina y el elefante


Los hermanos Oligor, de Joan López Lloret

Jordi Costa
EL PAÍS, viernes, 9 de noviembre de 2007

El ruido de las cañerías creaba una banda sonora casual en el sótano de Valencia donde los hermanos Oligor permanecieron concentrados durante tres años construyendo juguetes imposibles, autómatas con corazón, mecanismos oníricos y trenes eléctricos en dirección a una infancia que sólo quienes ya han claudicado podrían llamar irrecuperable. Con esos materiales dieron forma a un espectáculo teatral -Las tribulaciones de Virginia- que, en un principio, fue representado ante reducidos círculos hasta que el eco fue llegando más lejos y esta pareja de inclasificables visionarios salió a recorrer los circuitos del teatro experimental.

Montaje de bolsillo que sólo se representa ante 50 espectadores cada vez en el interior de una carpa de ceñido espacio, Las tribulaciones de Virginia es la posible destilación de una historia de desamor que dejó herido a Jomi Oligor y, también, su creación terapéutica, su estrategia para contar historias (con bailarina y elefante) y contarse a sí mismo.

Pero aún hay más: Las tribulaciones de Virginia y esos años de numantino encierro son el territorio del diálogo entre dos hermanos que sólo han sido capaces de comunicarse a través del arte. Los hermanos Oligor, documental de Joan López Lloret, se acerca al misterio del acto creativo y a los misterios de los hermanos Oligor, conquistadores de una Arcadia perdida, y logra ser un trabajo tan excelente, lúcido y conmovedor por lo que cuenta como por lo que no cuenta, tanto por su impúdica intromisión en un universo privado como por su cautela al pasar de puntillas por sus zonas de sombra.

Uno se siente tentado a pensar que esas sonoras cañerías del sótano de los Oligor conectaban, a través de un trazado onírico y subterráneo, con el estudio de otros hermanos (en este caso, gemelos y norteamericanos), los animadores Stephen y Timothy Quay, capaces de encerrar en el desván de su imaginario las esencias de cierta sensibilidad centroeuropea (de Bruno Schulz a Robert Walser, pasando por Jan Svankmajer) y de domesticar a la luz y a la sombra en hipnóticas coreografías de lo críptico. Siguiendo esas mismas cañerías, quizás un explorador curioso podría acabar descendiendo a esa zona de subcultura de la que hablaba Bruno Schulz a propósito de Witold Gombrowicz: una mitología privada construida con las sobras del banquete oficial en el líquido amniótico de la inmadurez.

En la poética de los Oligor, la infancia es el paraíso perdido a reconquistar, y la estrategia para lograrlo pasa por los caminos, no siempre gratos -ni mucho menos fáciles- del amor o la creación. La pérdida es el islote desde el que Jomi Oligor, con la complicidad de su hermano y el contrapunto racionalista de su primo, desgrana su historia: un islote que sus palabras y las imágenes que dispara su artesanal sentido del espectáculo reformulan como espejo universal y punto de encuentro.

En suma, como comunicación pura.

Es imposible ver Los hermanos Oligor -una de las más extrañas (y también de las mejores) películas españolas de la temporada- sin sentir el deseo irrefrenable de entrar en esa carpa itinerante y asistir a una representación de Las tribulaciones de Virginia, pero el documental de López Lloret tiene vida y entidad propias: incluso sus derivas -como la que nos lleva al recuerdo del muro de Berlín- abren insospechadas ventanas de significado, elevando la sensibilidad Oligor a categoría.

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